17 de agosto de 2016

Corta el hilo

No me paro a pensar en lo que sería la vida sin esos momentos de tristeza. Aquellos en los que quizá te pillan debajo del cabezal de la ducha, frente a tu ordenador, o incluso, y peor, entre un grupo de gente. Esos mismos momentos que a veces nadie encuentra un comienzo, una causa, un motivo para justificarlos. Alguien que conozco los suele llamar locura, trastorno bipolar, depresión... No sé. Yo prefiero no poner nombre, no me quiero comer la cabeza con eso. Ya bastante tengo con sentir esa presión en el pecho, esos pensamientos en la cabeza, y ese bajón recorriendo mi cuerpo. No llego a llorar, es raro ¿no? Suelo pensar que esa tristeza me llevará a valorar la alegría. Cuando llegue. Si es que llega. Esa tristeza que viene en forma de brisa, pero se queda en mí como una tormenta. Pasa, pero siempre deja la huella. Los de alrededor no lo notan, pocos son los que lo hacen. Los que se dan cuenta no tienen ganas de hacer que nada cambie, los que se dan cuenta, quizá, son los que más me miran. Aquellos que se fijan en mis andares, en mis gestos o en el plato de comida. Nunca un "qué tal", nunca una pregunta. ¿Para qué? De mi boca no saldrá un mal, solo sé mentir. Mentir para parecer feliz, para sentirme como una más en este mundo de marionetas que no saben hacer otra cosa que fingir.

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